Los Pueblos Andinos

Fabián Corral B.

Los pueblos de los Andes son la síntesis del mestizaje y su expresión más visible. Resultado, en parte, de la antigua arquitectura andaluza que se manifiesta en los techos de teja, las anchas paredes, los aleros, los patios y zaguanes de las casas. Resultado también de indudables influencias indígenas que sobreviven en las chagllas de carrizo, en los adobes hechos con chocoto, en el bahareque construido con elementos propios y en algunos chozones de paja que aún de ven, grises y solemnes, en las alturas.

Los pueblos andinos son únicos y, a la vez, diversos. No es igual Chitán, en el Carchi, que Ñamarín en Azuay. Urdaneta con su soledad, no es idéntico a Mocha o a Guamote, pero las raíces son las mismas. Distinto es Siña, de Solamar por las gentes que los habitan. Aquellos, quichuas puros, de poncho colorado y zamarro de oveja, éstos, mestizos y blancos, de sombrero de paja y machete en la mano. Varían, además, el entorno, los matices de la Cordillera, la profundidad y el color de los valles. Los pueblos serranos son modulaciones de humanidad, de paisaje, de modo de ser y hasta de acento.

No hay semejanza visible entre la aldea paramera de Toctesinín, y el pueblo de bajío y calentano que es el Chota. No hablan con el mismo acento las gentes del Carchi -tan contagiadas por el vecindario pastuso-, que los azuayos, cuya rítmica morlaquía se aprecia desde los linderos lojanos como la confesión de identidad de una provincia. Las comunidades cañarejas, de guango y anacos vistosos, difieren del saraguro de atuendo negro y grandes ponchos talares. Y a ninguno de ellos se parece el hombre de Moyocancha, vestido con dos ponchos, zamarro de borrego y acial a la espalda.

Interesante y bonito eso de llegar, después de larga jornada a caballo, a las proximidades de un pueblo. El paisaje por el que se transita en las rutas de los altos páramos está dominado por esa rara soledad de los Andes, que no siempre es ausencia de gente, sino, tal vez, tristeza de los cerros que lo cercan. O discreción y silencio de chagras, chazos e indígenas con los que esporádicamente nos cruzamos. La Cordillera marca los días con su aspereza y sus pajonales; su frío y sus ventoleras nos empujan a llegar a algún anejo, comuna o aldea a tomar un descanso y a preguntar acerca de la zona, de los nombres de los cerros y de los caminos posibles.

Desde la distancia de la ceja de lomas que bordean los caminos, se ven los pueblos colgando de las laderas o recostados en bajíos y valles. Siempre hay en la ruta alguna aldea como remoto referente geográfico: -"Allá está Gima"- nos señala nuestro guía, y vemos en el mar azul de las montañas la nota blanca de la capilla del pueblo coronando una colina. -"En el fondo del valle asoma Cañar"-, y una mancha difusa nos hace imaginar a la población. -"Palmira está allá, entre la polvareda que levanta el viento"-. Y la inmensidad gris de los arenales adquiere sentido por el pueblo invisible que encierra su horizonte.

Pueblos. Sin los pueblos, la geografía ecuatoriana sería distinta. Ellos son marcas, señales de humanidad en la cordillera, espacios para vivir que asoman tras horas de caminar por lomas sin gente. Son nombres que, de tanto repetir y desear en el camino, se transforman en una especie de mitos a los que parece que no llegaremos nunca. Los nombres de los pueblos evocan tiempos, historias, raíces quichuas y españolas. Son esos nombres los que estructuran la geografía humilde que es el tejido original del país. Algunos evocan grandes haciendas extinguidas, como La Chimba o Salarón, otros son vieja alusión a memoria colonial, como Guamote, Oña, Punín o Alausí. Y otros, con nombres de santos superpuestos a las denominaciones quichuas, recuerdan la antigua y poderosa influencia religiosa, como San Gabriel, San Luis , San Gerardo o San Rafael.

La tierra dividida y las parcelas linderadas por cabuyas y chilcas, y los labriegos regando potreros o cosechando cebada, son señales de la proximidad de los anejos. Desde lejos, los perros anuncian la novedad de los viajeros que llegan y, cuando arribamos a las casas, los ladridos se multiplican en torno a los caballos que toleran indiferentes el bullicio de la jauría.

Llegar es meterse en el silencio de los pueblos y alborotar su vida. Es conmover a las pocas gentes que se asoman curiosas a las puertas y que nos ven con extrañeza y curiosidad, porque, por esas rutas solitarias, el tropel de caballos sudados, enlodados y polvorientos es señal de abigeos que transitan por la noche. En la plaza, y no en otro sitio, hay que desmontar para sentirse, de verdad, en el pueblo. Ese es su corazón: espacio cercado por las viviendas, presidido por la iglesia y adornado por su pórtico y su atrio. Espacio sacralizado por los sermones del cura, escenario de discursos de los escasos políticos que se atreven por esas rutas.

En torno a la plaza no falta un portal para escampar del aguacero o para esconderse, buscando la sombra en el solazo de la media tarde. En una esquina, el Registro Civil, más allá la Tenencia Política, el correo y la oficina de teléfonos. Estará por allí la infaltable tienda. Y es el tendero el que informa y pregunta y quien nos introduce rápidamente en los asuntos del pueblo, en sus eternos problemas y en sus aspiraciones centenarias: el canal de riego, el camino, el puente. El tendero y los pocos curiosos que se acercan son los que, con la brevedad y el pragmatismo de los hombres de campo, nos hablan de la agricultura del maíz o la cebada, o de la ganadería. Y, con frecuencia cada vez mayor, esos chacareros endurecidos por la vida recia nos cuentan, con secreta y mal escondida nostalgia, la historia de sus emigrantes, de los dineros que llegan del extranjero para hacer casas y comprar fincas, y de gentes que jamás han vuelto. De anejos casi vacíos, de parroquias despobladas.

La plaza da personalidad al pueblo. Allí se arman las chinganas en los días de la fiesta patronal, para ver la corrida de toros y mirar el desfile de los chagras. En algunos pueblos del Cañar y del Chimborazo, los gallos de pelea, trabados a la puerta de las casas, advierten la afición por el combate. Esas aves de espuelas agudas, cabezas calvas y miradas torvas llenan el aire con la estridencia de sus cantos. Los galleros tienen pasión por su crianza. Los gallos son la razón de su vida y el motivo de su orgullo. Por eso, la gallera es el centro de diversión. Se dice que en esos pueblos “solo se habla de papas, gallos y caballos”, en alusión a las aficiones de las gentes del campo que han asociado el proverbial amor al caballo criollo con el sangriento gozo de las peleas de gallos. En algunos pueblos aún es lujo y orgullo eso de llegar a la gallera en caballo de paso, llevando al gallo estrella a jugarse por su dueño.

En algunos pueblos y en numerosas ciudades de provincia, el bloque de cemento ha inaugurado una arquitectura arrabalera y gris. Esas construcciones han destruido la armonía del techo de teja y del portal y han roto la personalidad de las aldeas andinas. Una modernidad simplona y presuntuosa va derogando la belleza en nombre de la línea recta. Pero el drama esencial de los pueblos serranos, especialmente en el sur, es la migración. Hay pueblos con poca gente, con las ventanas clavadas y dramáticos anuncios de venta exhibiéndose en las casas abandonadas y en los lotes vacíos de los que se fueron. Algunas construcciones modernas levantadas en la soledad del campo son testimonio de la esperanza de volver. Los emigrantes son usualmente mestizos. Las comunas y anejos de indígenas casi no registran ese fenómeno. El idioma es quizá una limitación. La migración ha marcado a esos pueblos, que viven, en cierta forma, de la esperanza de que la gente regrese con sus dólares a rehacer la vida, a mejorar la casa y a levantar la propiedad.

Los pueblos son el conocimiento que deja un viaje. Sus nombres y recuerdos, la hospitalidad de sus gentes, sus bellezas escondidas. Y esa humanidad humilde y diversa que habita en ellos, hace de una cabalgada por el Ecuador rural un episodio particularmente fecundo.