Elogio y Recuerdo de la Mula
La vieja fotografía de una calle provinciana repleta de recuas de mulas, donde se adivina la algarabía de los arrieros y sus dichos recios, trae la imagen nítida del pasado casi perdido de ese país rural que está en las raíces de nuestro presente.
La mula es, para muchos, un rezago casi arqueológico y hasta el mal recuerdo de una sociedad humilde donde los camiones y los automóviles eran, apenas, un sueño. Sin embargo, el Ecuador y América Latina se hicieron a lomo de mula. Sobre ellas cabalgaron los conquistadores, los gobernadores españoles, los hacendados, los arrieros y nuestros próceres criollos; ellas protagonizaron los viajes por caminos de herradura, por senderos de páramo y travesías de pantanos. El chagra viajó en mula y, cuando fue arriero, condujo grandes recuas cargadas por el camino de Bodegas a Quito. El chazo vino de Loja en las portentosas mulas lojanas, cuyo paso fue famoso. El montubio atravesó bajíos y pantanos confiado del paso seguro del “macho” infaltable en la finca costeña. La mula ayudó en los rodeos y era huésped común de los "tambos". Ese animal resignado, a veces terco y bravo, hizo los caminos del Ecuador rural.
La mula fue el animal adecuado para las labores y los viajes por la geografía agreste de los Andes. La mula fue el nervio y el motor de la economía colonial; ella condujo a sus lomos, en asombrosas jornadas, la cultura, la revolución, los libros, los lujos y los bienes esenciales.
"El Lazarillo de Ciegos Caminantes", escrito por Concolorcorvo, es la historia y el elogio de los mulares sudamericanos. Allí se cuentan los épicos viajes coloniales y se registran las distancias que se hacían a caballo, las lentas y morosas rutas de las carretas, las penalidades y las alegrías que llenaban los días de camino entre Tucumán y La Paz; pero el protagonista de esa historia es, sin duda, la mula, sin cuya presencia la economía y la política habrían sido distintas y los países habrían sido otros. La mula permitió ser a Latinoamérica. La mula, en su tiempo, hizo posible el Ecuador.
¿No hicieron los soldados de la independencia la travesía de los Andes sobre enormes recuas de mulas? ¿No habrá venido Bolívar a Quito, emponchado junto a sus tenientes, cabalgando en buenas mulas enjaezadas a la criolla? Alfaro montaba en mula, hay antiguas fotografías que testimonian ese modesto pero significativo hecho, y aún Velasco Ibarra remontó las cejas de páramo sobre pacientes mulares, para llevar el valor de la palabra a las remotas aldeas serranas.
De las mulas van quedando apenas los recuerdos. De la visión del país de haciendas y provincias casi no queda nada, porque la historia oficial y la mentalidad del desarraigo se están encargando de borrar los testimonios de la vieja vida cotidiana. Además, la cultura urbana entiende los temas incluso históricos desde la perspectiva de los rascacielos y de los prejuicios políticos, y la mula resulta en ese contexto el testimonio demasiado humilde, demasiado humano de toda esa infraestructura cultural que seguirá siendo, pese a todo, el soporte final de la sociedad civil.
Estamos en deuda con las mulas, por eso, al menos hay que recordar, a modo de elogio, a esa histórica acémila que trajeron los españoles hace quinientos años, gracias a la cual se construyó América Latina y se crearon rincones de cultura en los más remotos rincones de los Andes.