Ese modo de andar...

Fabián Corral B.

 

Habituados a la velocidad del auto y a la cómoda abstracción que de la geografía hace el avión; acostumbrados a esas apreciaciones sumarias del paisaje que abrevian y sepultan las complejidades y la riqueza del mundo rural; ignorantes como vivimos de ese universo rústico y auténtico, oculto para los que pasan con prisa por la carretera, este modo de andar por el país, parsimonioso y marcado por el paso de los caballos, nos cambia las visiones y nos enseña que la humildad y la paciencia son buenos miradores del paisaje y de la gente.

 

A medida que se camina y apenas se incursiona en los páramos, en los valles, las planicies y barrancos que están mas allá de la perspectiva usual, las visiones cambian y el ojo descubre que en las lomas áridas y las laderas yermas, en los campos y los pueblos, bulle la vida y prospera la diversidad. Al caminar de este modo se completan jornadas de sesenta kilómetros en ocho horas, según la aspereza del camino y la condición del clima. Al viajar así por los andurriales del país, se ve y se entiende que en las profundidades de las quebradas, muy cerca del ventarrón del pajonal, buscando el abrigo de las faldas de los cerros, se cultivan huertas minúsculas de camotes, crecen guabas y toctes y hasta plátanos, y se siente el calor seco del subtrópico.

 

Ese modo de andar, hace de la lentitud, profundidad. Hace posible la sorpresa de toparse, en la desolación de una loma, en Cobshe, con una casa de teja, diminuta y perfecta: patio de tierra endurecido a fuerza de escoba de retama y chilca, geranios en el corredor y hasta un burro enjalmado, esperando en el corral al chagra que no acaba de irse. Con ese modo de viajar, al tranco y al paso caminero, se puede entender y sentir que allí, en la casa diminuta de portón cerrado, hay una familia. Que se puede golpear con el aldabón, alborotar a los perros con un silbido, gritar un estentóreo "buenas tardes" y pedir momentánea posada. Que es posible aun sentarse en el poyo recio, suavizado por el pellón y el poncho tendido, y charlar sin prisa, mientras los caballos se sacuden y beben el agua que ofrece el campesino, al tiempo que cuenta a gritos la desgracia de este verano húmedo y las peripecias de los parientes que se fueron a Europa.

 

Ese modo de andar al tranco largo y al paso caminero es una forma reflexiva de encontrar los fondos rurales del país. Es la oportunidad de apreciar el horizonte desde otro ángulo. Este modo de andar permite también, a estas alturas de los tiempos, descubrir cosas y sorprenderse, dudar primero, interrogarse, preguntar, y a medida que se va haciendo el camino, admitir, poco a poco, que sí, que ese cerro enorme y diferente es el Chimborazo, visto desde las alturas del Nudo del Azuay; que esa masa de nieve que crece entre la cordillera negra, mientras avanzamos hacia la hacienda Santa Ana en Punín, no era el Altar, como pensamos, sino los Cubillines y el Quilimas, blancos todavía por las nevadas de julio.

 

Ese modo de viajar pone a prueba la paciencia al subir las cuestas y coronar las lomas, al esperar que la niebla se disipe en el páramo de San José, que la lluvia amaine en Vinoyaco, que llegue el compañero retrasado que viene lejos, perdido entre las curvas que bajan a Pioter. Que aparezca un pueblo o una tienda para beber el refresco que se quedó olvidado en la posada. Ese modo de andar nos hace entender la vida antigua y la forma en como se construyó el país con una red de caminos precarios y el modo cómo el aislamiento forjó formas de ser, acentos y diversidades impuestos por una geografía fragmentada.

 

Ese modo de andar transforma a la lluvia en hecho que nos doblega bajo el peso de los ponchos; establece que el mérito del caballo está en su fuerza y en su constancia, en su rigor y austeridad. Que la cabalgadura se ve en el camino. Que el compañerismo entre el jinete y el animal nace en la soledad del chaquiñán, mientras los dos descansan en un recodo y atisban las lomas en que se pierde la tarde, y así entienden y descubren muchas cosas. Ese modo de andar aguza la capacidad de observación. Enriquece, fortalece el sentimiento de identidad que crece, se perfila y se define al abrigo del poncho cariñoso.

 

Ese modo de andar por el país permite llegar de manera diferente a los pueblos, caer a la plaza en la modorra de la tarde, sorprender a la gente en las tareas agrarias y, con el sol metiéndose entre los cerros, sentarse en el postigo de la tienda o en la banca del parque, mientras el caballo -las riendas sueltas, la cincha floja y la cabeza baja- dormita con la pata recogida, mosqueándose perezosamente y resoplando a ratos, en espera de volver al camino y al andar.

 

 

[1] Texto tomado de "Viaje a un país olvidado. Los Andes del Ecuador vistos desde el caballo". Corral, Fabián. Quito, 2001. Imp. Mariscal.