De los toros

Fabián Corral B.

 

En estos días de feria y debate, me viene nítido el recuerdo del último toro de lidia que vi libre en un páramo, hace unos dos años quizá. Andaba por el Nudo del Azuay, en una de esas cabalgatas errantes tras las huellas del país, cuando, sobre la laguna de Culebrillas, destacándose en el azul intenso de la tarde serrana apareció, sorpresiva, imponente, la silueta negra de un animal solitario, y por eso, peligroso. El toro inició, a prudente distancia, para evitar lazos y caballadas, un juego de amagues, mugidos, correteos y desafíos. El toro parecía, entre los pajonales, espectacular monumento.

 

El toro fue el personaje de esa tarde, entre los pajonales y el viento. Después, desapareció. Y nos dejó a los cabalgantes una impresión de majestad, de nobleza y libertad. Su desaparición fue, además, un alivio para caballos y jinetes, porque un encuentro así no deja de despertar los instintos de precaución y temor, al verse uno expuesto a su formidable cornamenta.

 

El toro de lidia es un animal formidable. Es el último ser mitológico que sobrevive a las demoliciones de la modernidad y es de los pocos que han resistido a la domesticación, a la mansedumbre. El toro es el personaje del polémico ritual del toreo. En él, a su franquía y nobleza, se opone y juega el cálculo del torero. A su embestida limpia, responde la ventaja del arlequín que aprovecha la potencia de sus arranques para adornarse con el capote, buscando el aplauso de la parroquia, convocada para festejar su sacrificio.

 

Del toro de lidia, prefiero su altivez. Prefiero verle en la libertad de la dehesa, en la enormidad del páramo. No me conformo con los esfuerzos por domesticarle, o por manipular su bravura, y menos aún, con su muerte. Entre el toreo de a pie y el de a caballo, elijo el rejoneo que es la danza de dos animales hermosos, monumentales, que se retan, juegan con el riesgo, amagan agresiones y rompen ambos en el galope triunfal. Más aún, prefiero los toros de pueblo, su ritualidad, su convocatoria, que permite a cada mozo y a cada chagra desafiar momentáneamente al peligro. Pero más que el espectáculo, construido sobre la pasión torera de la parroquia, transitoria como todo espectáculo, me interesa la tradición de la vaquería, la humilde labor de lidiar reses en las soledades andinas. Me interesa el repunte, la recogida, y esa hermandad entre mayorales, caballos y toros, que hace posible la sobre vivencia de animales que tienen sobre sí tradiciones moriscas, ritos medievales y adaptaciones americanas.

 

Toro y caballo son parte de la cultura mestiza. Así lo testimonia cada fiesta de pueblo. Sin ellos, no sería posible ese sincretismo de juego y religión, que alcanza plenitud cuando, entre la algarabía popular, en el crepúsculo que incendia los cerros, con el sol que muere, sale el “toro de la oración.”