SEMBLANZA Y RECUERDO DEL CHAGRA.

Fabián Corral B.

 

 

Vestido a la vieja usanza, llevando el poncho de Castilla con prestancia inigualable, embozado en la bufanda, calzando las espuelas roncadoras, el chagra cabalgó desde los tiempos coloniales por las rutas de ese país rural de cuya memoria van quedando apenas precarios testimonios.

 

El chagra viejo sabía de barbechos, siembras y cosechas. Su destreza era igual unciendo la yunta que amansando mulas bravas. Tejía riendas sentado en el poyo de la casa chacarera. Arreglaba aperos y torcía sogas en las horas vacías de las tardes de invierno. Madrugaba al ordeño. Amaba esos rejos mugientes que dieron hondura y calor a las mañanas heladas. Conocía de memoria el recodo de todos los caminos; le eran familiares cada penco y todos los rumbos para llegar a los pueblos y bajar sin riesgo de los páramos. Sabía de horizontes y quebradas, de nevazones y pantanos; amaba, quizá sin saberlo, el país campesino y profundo.

 

El caballo fue su afición, y los aperos criollos, su orgullo. Fue jinete que supo de la maravilla de cabalgar días enteros. El conoció del goce de ir haciendo el camino morosamente, al andar sin premura, mirando el horizonte familiar. El advertía, de lejos, solamente por el ruido de los cascos, si lo que venía por el chaquiñán era humilde mular de vaquería o presuntuoso caballo de paso. El admiró los andares bellos de los "braceadores de entrar al pueblo" y la energía inagotable de los caballos de trabajo, entregados días enteros a lidiar a las manadas de toros parameros.

 

El hizo de domas y vaquerías una fiesta de destrezas y desafíos. Las galopadas por pajonales enormes, los rodeos, las ventiscas y las tormentas, le hicieron duro, le atezaron el alma y le dieron esa mística y ese orgullo propios de su machismo.

 

Zamarros y espuelas, pellones y monturas de vaquería fueron sus prendas, hechas a la medida de las exigencias de climas y cabalgaduras. Nada en su atuendo y en sus aperos es superfluo; todo es esencial, nacido de la adaptación y la necesidad. La montura criolla es un ejemplo acabado de evolución cultural, es un monumento a la historia de la vida cotidiana. El poncho chacarero nació de la afición y la costumbre de andar a caballo. Es una prenda mestiza, como lo es el sombrero campesino, la bufanda, la alpargata y la chalina.

 

El poncho de Castilla es la prenda cariñosa que encierra los secretos de la identidad campesina. Con él cubre las pobrezas el chagra; le ampara de los fríos y la lluvia, engalana sus fiestas y trabajos; es cobija y pellón, lujo y adorno. Sin ese atuendo no se puede montar a la chacarera. Quedaría incompleta y mutilada la personalidad del chagra, sin el pesado y lujoso poncho de flecos.

 

En Machachi, Antisana y Yanaurco, o en los bravos páramos de Chunchi y Chimborazo aún prospera el chagra auténtico y sus hijos. A los rodeos de ganado cerrero concurren puntualmente los chagras; es la ocasión para lucir sus habilidades de jinete y sus destrezas para poner limpiamente en los cuernos de la res bravía la huasca que es la herramienta de labor en esos encuentros con los animales indómitos.

 

En cada fiesta de los pueblos de la Sierra, cuando hay que homenajear al santo patrono, vuelven los chagras a los desfiles, porcesiones y marchas; llenan otra vez con el estrépito de sus cabalgaduras las plazas y las calles; torean, como antes lo hicieron, extendiendo los ponchos frente al toro; apuestan en las galleras, jinetean en los rodeos y retornan siempre al fondo de las aldeas, a sacudir con el prestigio del hombre de a caballo, los orgullos escondidos en esas gentes recias, afirmativas y francas que constituyen el fondo humano de una cultura que sobrevive a pesar de todos los prejuicios.

 

Los chagras son mestizos esenciales. Su historia es la historia secreta de la Sierra ecuatoriana, de sus gestas anónimas, de sus hazañas camperas. Su historia es la misma historia del “cachullapi”, la banda mocha y los toros de pueblo. Son ellos una forma concreta y humana de la identidad nacional, que los que no conocen la nación, se empecinan en negar.

 

Su vida estuvo y aún está vinculada a las haciendas. Prosperó con ellas, agonizó con su muerte y vivió como personaje clave en esa comunidad paternalista que fue el nudo esencial, el “carihuatay” de la estructura social campesina. Tras los muros de las haciendas nacieron los valores de una realidad distinta y paradójica. Allí, hacendados y chagras vistieron y lucieron, por igual y con idéntico orgullo, las mismas prendas chacareras. En sus patios y en sus páramos todos ellos cultivaron, bajo el poncho cariñoso, iguales aficiones rurales.

 

El chagra es uno de esos tipos humanos que caracterizan a la cultura rural. Es una forma concreta del país y la dimensión más cercana de ese esquivo mestizaje de una sociedad que empieza a tomar conciencia de su identidad, pese a todas las negaciones.