EL TALABARTERO[1]

Fabián Corral B.

 

La montura de vaquería, los pellones y los zamarros, las riendas trenzadas y las buenas tarabas son elementos esenciales para el trabajo de la hacienda. Sin ellos no habría rodeo, ni el repuntero podría levantar las puntas de los ganados ariscos. Sin el apero criollo, el mayoral no podría exhibir sus habilidades ecuestres ni hacer gala del buen montar en la fiesta del pueblo. Para hacer posible todo eso está el talabartero.

 

El local de este artesano huele a cueros, a curtiembre. Cuelgan del postigo pellones y zamarros. A la puerta asoman las monturas, con sus maleteros y arretrancas, listas para ensillar el caballo criollo. Adentro, el talabartero y su oficial repujan las suelas, cortan las cinchacaras, cosen los pretales, doman el cuero recio sobre las tarabas de palo, las forran, las brillan y, al cabo, esas obras de arte de la cultura campesina, herederas de los antiguos estribos españoles, quedan listas para el trabajo recio de la vaquería, o para el paseo pueblero del buen chagra.

 

En el taller, los fustes se apilan a la espera de que el talabartero los vista. Esos esqueletos de madera de guabo o pusugpata, son, después, gracias al trabajo sobre el cuero, las vistosas monturas de vaquería. Hacer fustes es un arte que escapa a las habilidades del talabartero, quien proveerse de ellos buscando a los pocos "fusteros" que quedan en el campo, y que aún tienen la habilidad y la paciencia necesarias para tallar la madera y retobarla, de forma que la montura tenga la elasticidad suficiente para soportar el trabajo duro.

 

El talabartero es artesano de pueblo. Pocas haciendas, quizá las más grandes, tuvieron talabartero propio. Las más, eran clientes, y todavía lo son, de los talleres de los pueblos, cuya fama es indiscutida en cada región. Son famosos todavía los de Cotacachi que, además de monturas, hacían ganchos y galápagos. Los de Machachi, insignes en el trabajo de la montura criolla y en la confección de los pellones de manta, buenos para lucir sobre el caballo de paso. Los de Pillaro y la Esperanza conservan su prestigio. Los de Riobamba, no tienen rival en la confección de los zamarros y aún hacen las alforjas según la tradición e incluyen entre los aperos de la silla las pistoleras, a la antigua usanza. Los de Guamote hacían buenos pellones de merino. Los de Chunchi saben de las mejores riendas trenzadas, esos "ternos chuncheños" que usan los jinetes del sur. En Cuenca, es fama la habilidad para el trabajo fino. En Loja, los artesanos hacen aperos y tejen riendas al influjo de los estilos peruanos.

 

El talabartero viste al caballo. El fabrica el apero criollo, que es profuso en piezas y adornos, porque está hecho para las grandes rutas y los rodeos, para llevar provisiones en las alforjas y en bolsas de los pellones, para cargar el poncho de aguas en el maletero, para viajar lejos; pero también, para lucir al caballo adornado de correajes y hebillas.

 

 

La talabartería, como artesanía vinculada a la equitación de campo, tiene raíces en los primeros tiempos coloniales. A través de ella se produjo la evolución de la silla española de guerra, que llegó con la conquista, hasta la actual montura de trabajo. Son los talabarteros mestizos quienes modificaron los aperos a medida que cambiaban las necesidades y los estilos. Al cabo de los años, de la primitiva silla española, queda en nuestra montura de vaquería el recuerdo de su orígenes, la estructura recia y las piezas como la arretranca que ya no se usa sino en el país. Casi todo lo demás es resultado de la capacidad de adaptación de los artesanos, de su sensibilidad para traducir las exigencias de un trabajo distinto a aquel para el cual estaba destinada la gran montura de guerra, que vino a América con los caballos españoles.

 

La montura de vaquería es inseparable de la hacienda. En sus cuartos de monturas se conservan algunos de los viejos modelos, testimonio de una artesanía arraigada en el campo. Están, un poco empolvados, los prestigios de artesanos desaparecidos que, además de monturas y riendas, hacían galápagos y los ganchos infaltables en que montaban las matronas a la antigua usanza, en un estilo de cabalgar que se extingue. ¿Quién no conserva, como pieza de familia, el gancho de la abuela?

 

 

 

 

 

 


[1] La Hacienda, Corral Fabián. Imp. Mariscal, Quito, 1996